Columna de opinión de Sebastián Espinosa, profesor del Departamento de Ingeniería Comercial.

Frente a la democracia liberal, Mouffe y otros críticos ofrecen la Democracia Agonista o Radical, en la cual asumen el conflicto como beneficioso e intrínseco a las relaciones sociales, porque así florecen alternativas opuestas donde la gente puede elegir. Esto lo complementan con la idea de “construir pueblo”, con la que intentan aunar a diferentes grupos identitarios en base a un adversario común, el que normalmente es cierta élite que –supuestamente– no permite los cambios que los pueblos exigen.
En consecuencia, si el conflicto es positivo y se construye pueblo frente a un adversario común, entonces “los pueblos” dan carta blanca para avanzar radicalmente en reformas que eliminen las “trampas” de la elite, dejando fuera todo tipo de acuerdos.
Lo relevante de todo lo anterior es que no es pura teoría. El partido Podemos en España tomó estas banderas y logró llegar al poder. Similares experiencias hay en Latinoamérica, y en particular en Chile, el Frente Amplio y gran parte de la izquierda dura ha seguido estos pasos.
En el plano de la Convención Constituyente (CC) su experiencia parece sacada como de un manual de Mouffe. A estas alturas es evidente que la gran mayoría de los artículos aprobados tuvieron poco o nada de deliberación y acuerdos, y mucho de arrasar con quienes no tenían la mayoría de los votos. Aunque los motivos de este fenómeno en la CC son diversos, parece lógico que esto se deba en gran parte a la inclusión de listas de independientes y a una cifra repartidora que permitió el ingreso a grupos identitarios que sólo tenían en común a una “élite” a la que derrotar. Todos ellos, de un modo u otro, hicieron propio un discurso compartido: durante 30 años abusaron del pueblo, ahora nosotros pondremos las reglas.
Mucho se ha escrito durante las últimas semanas sobre las implicancias jurídicas, económicas y sociales de esta propuesta constitucional, si se llegara a aprobar. Sin embargo, no es lo único que nos jugamos como país: la forma de hacer política y la forma de entender la democracia también están en disputa, y el resultado del plebiscito puede marcar un antes y un después en esa comprensión.
De ganar el Apruebo no es aventurado pensar que sería un aliciente muy poderoso para entender la democracia como la imposición de mayorías circunstanciales capaces de arrasar con todo, tal como lo propone Mouffe.
Por el contrario, de ganar el Rechazo, los paladines de Mouffe se darían un baño de realidad pues la estantería de la democracia liberal seguirá de pie –dañada, sin duda, pero de pie–, tal como en tantos países desarrollados que la mantienen y protegen.
Como sabemos, son muchas cosas las que están en juego el próximo 4 de septiembre, y ya queda menos de un mes para conocer el resultado. Pero lo que no sabemos es cuánto tiempo necesitaremos para ver sus consecuencias.